Un estudio relaciona la procrastinación con conexiones cerebrales, que podrían ser distintas entre los procrastinadores y los que no lo son, concluyendo que la procrastinación se trata más de cómo manejamos las emociones que el tiempo. Un estudio que utilizó encuestas y escaneos cerebrales de 264 personales descubrió que la amígdala, una estructura con forma de almendra en el lóbulo temporal que procesa nuestras emociones y controla nuestra motivación, es más grande en las personas que postergan el proceso. En estas personas las conexiones entre la amígdala y una parte del cerebro llamada cortex del cíngulo anterior son más débiles que en las personas no procrastinadoras. El cortex usa información de la amígdala y decide qué acción va a realizar, bloqueando las emociones y las distracciones. Las personas con una amígdala más grande pueden estar más ansiosas por las consecuencias negativas de una acción, tendiendo a vacilar y a posponer las cosas.